La segunda bienaventuranza tiene la promesa de que los mansos ‘poseerán en herencia la tierra’. Ser dueño de la tierra es el signo más elocuente de la bendición del trabajo humano, del uso de los recursos naturales, de un ambiente de hogar y de responsabilidad cotidiana que todos anhelamos. Como se trata del camino hacia la dicha perfecta, en imitación a Cristo, los evangelios nos presentan como el único heredero de toda la tierra al Manso por excelencia, que es Jesús.
La bienaventuranza transmite el anhelo de ser como él, para comprender mejor lo que significa una vida feliz, en paz, con los pies bien puestos en la tierra y el corazón siempre levantado al cielo. Dios nos ha hecho ‘administradores’ universales de la tierra, que debemos cuidar y amar (cf III CELAM, Documento de Puebla, México 1989, 322). La mansedumbre es una garantía de que la tierra no será destruida por el mismo ser humano, porque ¡es obra de Dios confiada en manos de cada uno de nosotros! (cf Papa FRANCISCO, Encíclica Laudato si’, 13).
De acuerdo a esta segunda bienaventuranza, hay una promesa que Dios hace de algo material, ya confiado desde la creación del mundo: “Sometan la tierra…” (Gn 1,28), que Cristo –el nuevo Adán– con su mansedumbre, vino a rescatar para nosotros. Como también la promesa hecha a Abraham y su descendencia: Vete a la tierra que te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré (Gn 12,1-6). La mansedumbre recupera en cada ser humano la capacidad de producir los frutos de la tierra y compartirlos. ¡Dichosos! La tierra entera es obra de Dios, es su Creación, y desde el principio, Dios bendijo la tierra para ser trabajada; esta bendición no se perdió después del pecado de Adán ni el de Caín, sino tuvo lugar la fatiga y algunos momentos de aridez. Sin embargo, la tierra es de Dios y la ha confiado al ser humano. Así es la dicha que Dios concede con la mansedumbre.
Obedecer humildemente, es la clave de la fidelidad en el amor, es la disponibilidad del que acepta cumplir en todo, hasta en los más pequeños detalles, la voluntad de Dios. La obediencia, como toda virtud auténtica, no es ciega, sino una visión más clara y amplia de nuestros deberes, cumplidos con espíritu de responsabilidad, de colaboración, de esfuerzo y de esperanza. La “obediencia hasta la muerte en cruz” (Flp 2,8), de la que Cristo nos dio ejemplo hace alusión a la actitud humilde y confiada, y anuncia las múltiples dificultades y el precio de la obediencia. Cristo nos enseñó a decir, como en la oración del Huerto de los Olivos: “Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mt 26,36-46), lo cual es una expresión muy significativa de la apertura a los mandatos del Señor. En efecto, obedecer cuesta, pero da paz y fortaleza.
La mansedumbre va acompañada siempre de una actitud paciente y comprensiva para con todos. Algunos acostumbran decir que ya no soportan a tal o cual persona, porque les hace falta vivir más de cerca la mansedumbre de corazón. El Papa Francisco nos ha recordado vivamente que entre las siete obras espirituales de la misericordia está enunciada, en sexto lugar, la virtud de la mansedumbre: “Soportar con paciencia a las personas que nos resultan molestas” (Carta apostólica Misericordiae vultus, 12 abril 2015).
Fuentes: Semanario Alégrate - Catholic.net